La bruja se quito el gorro puntiagudo y se lo puso entre las piernas. Llevaba el pelo, gris y viejo, recogido en un moño, hasta ahora oculto, y fumaba de una pipa. Las hierbas del aquel herbolario sarraceno eran las mejores de toda la Ciudad del Reo. Su piel estaba arrugada por la edad, pero se negaba a marchitarse o a morir, ni ella misma conocía ya su edad. Aquella esa noche, aun así, ella celebraba su cumpleaños. Era el décimo primer día del mes de noviembre, y como cada décimo primer día de mes, las brujas celebraban un aquelarre, aunque de los doce meses de cada año, el de noviembre era el más festejado. Las brujas creían en el poder del número uno. De él obtenían todo su poder. Por ello, aquella fecha era tan importante. Rondaba el año mi trescientos diez, y aquél aquelarre era especial, pues cinco unos se habían reunido. Pero no sólo por eso estaban las brujas excitadas aquella noche. Los próximos diez años serían muy buenos, pues en ellos siempre habría un uno presente, y de ellos, el año siguiente sería realmente bueno. Dos meses después entrarían en mil tres cientos once, y cuando alcanzaran el décimo primer día de noviembre, su poder sería máximo. Aquella noche, tan sólo un año después de ese momento, sería grandiosa. Ella, que era la Hermana Negra Mayor, y que las guiaba a todas en aquella cárcel en forma de ciudad, sonrió ante la perspectiva. Sólo quedaba un año...
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