Aquél era el único lugar del mundo en que el cielo se tornaba rosa al atardecer. No se trataba del anaranjado que en la última hora de la tarde cubre el cielo, o del rojizo con que el sol desaparece en el horizonte del mar. Se trataba de un color rosado, tan claro que parecía que el cielo se acolchara, que se fundiera con la magia del bosque cuando el día terminaba. Era algo precioso. Y sólo ocurría en esa porción de bosque, justo sobre aquel árbol de hojas negras y flores blancas. El árbol de las mil estrellas, lo llamaban, o así le gustaba llamarlo a ella, la dama del árbol.
En aquel momento, ella se encontraba columpiándose, sentada sobre una liana que colgaba de su árbol, a la que había atada un gran palo, que le servía columpio. Ella llevaba un vestidito negro, y una red negra y roja le hacía de medias. Estaba descalza, y tenía unos guantes fuxia rotos por los dedos, que asomaban, bien aferrados a la liana. Se daba impulso con las alas, cuyos tonos rojos chillón se mezclaban en hermosas formas con el negro. La melena morena bailaba también con el vaivén, estaba cortada de una extraña forma, pues cada vez que se aburría, ella misma le daba forma con unas tijeras.
Justo entonces apareció Teether, que también era amigo suyo. Éste venía cabalgando en un gato grisáceo, de angora, de largo pelo reluciente, y parecían apresurados. Lo cabalgaba sobre una silla de montar, cual caballo a medida, y en la grupa del gato, llevaba atado un tiesto con una planta. Las hojas de la planta estaban comenzando a secarse, como si haberla sacado de su lugar le hubiera puesto triste, y la firmeza con que una vez brillaron sus flores blancas, ahora estaba decayendo.
- Anda, hola.- Le dijo ella riéndose, pues a menudo era la frase que utilizaba él para saludarla.
Teether sonrió.- Hola.- Y desmontó a su gato, ignorando la burla del hada. El minino, al verse libre, dio una vuelta sobre sí mismo, y se puso a lamerse la entrepierna. Entonces miró a la dama del árbol, y se quedó con esa mirando que ponen ellos antes de atacar a una presa.
- Dile a tu gato que no me mire así.
- No te preocupes, pues no te hará nada...- Y le acarició la cabeza.- Más le vale... ¿Verdad grandullón?
Y el gato desvió la mirada, volviendo a su entrepierna.
- ¿Cómo estás, Teether?- Le preguntó ella sonriendo, estaba muy feliz de que el gnomo hubiera ido a verla. Siempre que aparecía le contaba un cuento, y a ella le encantaba.
- Apresurado.- Contestó.- Estoy muy apresurado.
- ¿Por qué?
- Se ha perdido una amiga mía...
- ¿Quién?- Preguntó ella, deteniendo el columpio al instante con las alas.
- U, una sirada... ¿La has visto por aquí?
- No...- Se encogió de hombro el hada desde su liana.
Teether observó aquel árbol enorme. Su tronco se elevaba mucho, y sus ramas estaban plagas de tremendas hojas negras y de flores blancas. Entonces el gnomo observó el cielo, de aquel color rosado, y el pareció maravilloso, le asombraba cada vez que lo veía. Después le habló a la dama del Árbol de las Mil Estrellas, mirando a su alrededor.- Veo que te has portado bien.
Ella asintió muy contenta.- Claro.
- Eso está bien. Oye, si ves a U, ¿le dirás que la ando buscando, y que regrese a su charca...?
- ¿A cambio de qué?- El hada sonrió pícara.
- mmmm... Te puedo contar una adivinanza.- Ella asintió, deseándolo.- ¿Qué es aquello que no se puede ver, y que sólo pueden tocar aquellos que creen que existe?
El hada volvió a sonreír, y se quedó pensativa. Miró al gnomo, y le habló, poniéndose de pronto muy seria.- Esa es difícil...
- ¡Te dejo pensándolo!- Y lanzó un silbido que hizo que gato diera un salto. Él lo montó, y después se despidió.
- Hasta pronto, ¡espero que la próxima vez que nos veamos me digas la respuesta!
Ella ni le contestó, pues se quedó pensativa. Y cuando él había desaparecido entre los árboles, cabalgando su gato con aquella planta marchita a cuestas, batió sus alas para volver a columpiarse...
Extraído de La Sirada.
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