5 de octubre de 2010

La Bruja del Mar


La bruja anduvo arrastrando los pies en el camarote de su nave. Sus ropajes harapientos caían hasta los tablones de madera del suelo, y la seguían varios metros ahí donde iba. Aquel camarote era inmenso. Ella vivía a bordo de esa nave, escondida en la escarpada costa norte de la Tierra de Vikinga. Sus siervos la llevaban donde ella deseaba, y ahora debía atender las peticiones de su Rey, Goromer de Grrim. Lo detestaba. Sus cabellos le caían, blancos como la nieve más pura, por la espalda, y se le alborotaban en la cara. Su tez estaba chupada por la edad, un número que ya ni recordaba. Incontables arrugas dibujaban una forma grotesca, con aquella aguileña nariz y orejas puntiagudas. La barbilla también estaba afilada, como si toda ella fuera una arisca forma de vida. Los ojos eran blancos completamente, sin iris ni pupila. Sólo ella sabía porque sus ojos se habían marchitado, y aun a duras penas le dejaban ver de alguna forma espectral. Un colchón raído en el suelo le servía de lecho, e incontables cirios blancos alumbraban la escena. Estaban repartidos por todo el camarote, sobre la mesa, alrededor de la cama, por el suelo, junto a la vidriera que debía ocultar al mar, apaciguado aun en el exterior... En el centro había una mesa llena de folios escritos, e infinidad de tinteros. Además, había un cofre cerrado, y una planta preciosa en un tiesto de madera. Todas las paredes del camarote estaban plagadas de libros, eran una hilera de estanterías con cientos, sino miles, de libros y libros. En el centro de cada una de las estanterías, opuestas en el camarote, había una vitrina. Una contenía un grandioso mapa del mundo conocido, con todas sus costas bien delimitadas, y en la otra había un inmenso rollo de pergamino, frente al cual se había detenido la bruja. Abrió el cristal con una llave que llevaba al cuello y extrajo el tremendo pergamino, con ambas manos y gran esfuerzo, para llevarlo a la mesa. Lo colocó para poder abrirlo, entre el cofre y la planta. Consistía en dos grandes rollos, con bonitas empuñaduras de madera tallada. Tomó cada una de ellas con sus manos arrugadas, casi esqueléticas, y lo abrió para leer en qué parte de su pergamino de hechizos se encontraba. Aquél rollo de papel era inmenso. En él venían escritas las Cartas de Aënor, un compendio de magia que incluía todos los sortilegios de ese Saber de la Magia. La bruja lo había leído por completo, varias veces en su vida, y su conocimiento era tal, que había logrado llevar a cabo muchos de los hechizos que en él había escritos. Por donde el pergamino se abrió había una infinidad de hileras de palabras que iban de un extremo al otro del pergamino. Todo él estaba escrito a lo largo, y cada línea de letras, al llegar al extremo opuesto, volvía a comenzar escrita debajo de ésta.

La bruja acarició las palabras diminutas con la yema de su dedo, y sin querer arañó el papel con su afilada uña. Estaba negra, y retorcida, como las otras nueve. Entonces se maldijo a sí misma en voz baja, y corrió los rollos de pergamino a la vez para leer más adelante. Los sortilegios se sucedían unos tras otros. De cada uno se contaba su historia, cómo se había descubierto, y cómo llevarlo a cabo. Estuvo largo rato buscando, y leyendo a trozos, y cuando comenzaba sentir el balanceo de la nave, dio con el hechizo que buscaba. Se llamaba Leer la Verdad.


(...)
Extraído de La Bruja del Mar, capítulo décimo noveno del cuento de La Sirada.

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