26 de abril de 2010

El CuentaCuentos: Se perdió el fin del mundo

- Se perdió el fin del mundo.

- ¿Y?- Dijo uno de los ángeles sobre su altar dorado.

- Sé que lo que pido es mucho, señores, que no es habitual concederle este favor a un mortal, pero es que ella no tenía la culpa de haber estado durmiendo en ese momento.

- No es siquiera habitual que un mortal nos pida un favor.- Dijo otro de los ángeles.- Pero dada la situación, en que a partir de ahora habrá muchos más mortales por aquí... Creo que deberíamos considerar lo que se nos pide.

- ¡Pero nos hemos vuelto locos!- Exclamó un tercer ángel que estaba de pie, hasta ese instante enjuagándose las manos en una fuente preciosa.- Hoy sería repetir el fin del mundo, y mañana ¿qué? ¿El incio de otro mundo? ¿Hiroshima? ¿El Krakatoa? Hay millones que no vieron arder el cielo cuando se estrelló la roca en el Yucatán, ¿por qué no lanzamos otra?- Y resopló, lavándose la cara con las manos empapadas, como si todo aquello fuera inverosímil realmente, o imposible de volver a hacer.

- Señores... Entiendo que sólo puede haber un fin del mundo. No pido que creen otro mundo para volver a destruirlo después. Sólo uno en el que ella y yo vivamos un tiempo, y después verlo estremecerse como ya ha ocurrido. Fue tan bello ver todo desmoronarse...

- Sí que lo fue.- Dijo uno mirando al cielo infinito sobre sus cabezas. A lo que los demás ángeles asintieron con resignación, era algo a lo que habían estado esperando mucho, y que ya no podría repetirse.

- ¡Ella estaba durmiendo! ¡Mala suerte!- Añadió el cascarrabias de antes.

- No es sólo que estuviera durmiendo y se perdiera tan hermoso y desvastador final del mundo. Es que además, fue a parar al infierno, y no volveré a verla jamás.

- Oh...- Todos ellos se apenaron, salvo uno, que hasta sonrió.

- Las cosas en el cielo se han puesto feas.- Dijo un ángel que aun no había hablado.- Tras el fin del mundo, muchos vinieron a parar aquí, ¡y ahora no hay ni donde sentárse! Creo que sería buen negocio cambiar favores a mortales, por billetes de sólo ida al inframundo... ¿Qué os parece, muchachos?

Unos ángeles asintieron, otros quedaron pensando, y el cascarrabias hasta dio un respingo.- ¡Genial idea!- Dijo éste último.

- ¿Mortal, cambiarías tu condición de elegido, tu eternidad en este paraiso abarrotado, por una cueva en los avernos, junto a ella, donde hay mucho más sitio para tantos mortales?

El chico ni lo pensó. El trato estaba hecho.

Un instante después, estaba en un paraiso terrenal. Un bosque verde y plagado de flores, y ella estaba junto a él. Frente a ambos, nacía el mar en una playa de imposible belleza. Y aunque el aire era fresco, el sol lucía sin rastro de nubes, y los rumores del bosque venían apaciguados por las olas, allá en lo lejos, donde comenzaba el horizonte infinito, algo crecía. Era un fuego inmenso, una explosión incesante, un horror que lo arrasaría todo. El cielo fue poco a poco cubriéndose de aquella destrucción, y el mundo en que se encontraban, desierto salvo por ellos dos, acabaría en segundos. Fue un último momento muy bello. Llovieron meteoros, se elevaron los mares, la tierra se resquebrajó y el bosque terminó por hundirse. Fue un espectáculo hermoso...

Cuando todo hubo acabado, el chico sólo vio negro, sólo respiró azufre, sólo encontró rocas incandescentes por suelo y muros, y solo escuchó el incesante lamento de millares de almas atormentadas...




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16 de abril de 2010

La Corona Radiante

Cuando la mayoría de los Dioses fueron exiliados a vivir en la otra cara del Mundo, hubo uno, un Semidios, que se escondió en el cuerpo de un elfo. Él fue Lúralan, Señor de la Luz y los Amaneceres. Por mucho tiempo habitó entre los elfos de Firindain, los Artesanos, una de las Doce Altas Estirpes de los Elfos, de quienes aprendió mucho. Con ellos combatió en las Guerras de la Sangre, que masacraron y terminaron por destruir la Tierra de Aradán, donde vivían. Pero cuando se hizo la paz, Lúralan partió junto a Firin, Primero de Firindain, a bordo de su Navío, a recorrer los Mares del Mundo, y junto a él pasó largo tiempo.

Así, pudo conocer tierras lejanas y exóticas, inhóspitos lugares y sitios que jamás habría soñado que pudieran existir. Estuvo en playas de sueño, en paraísos terrenales, y en oscuros desiertos en que sólo existe la maldad. Pero cuando visitó la Torre del Recuerdo, decidió quedarse allí, y comenzó a adorar al Dios del Recuerdo, que habita en lo de esta torre en interminable construcción.

Allí mismo, colocando piedras en la cúspide de la Torre del Recuerdo, observó a la Luna cruzar los cielos del Mundo, hasta enamorarse de ella, y de Moulth, Diosa de la Noche y las Estrellas, quien la habitaba. La Diosa, castigada, estaba presa al otro lado de la Luna, y había sido ansiada por muchos antes y después de Lúralan. El mismo Dios del Recuerdo la amaba sobre cualquier cosa que existiera. Pero Moulth, al conocer a Lúralan, encontró en él su única debilidad, y quedó cautiva por su amor.

Moulth, Diosa de la Noche y las Estrellas, y Lúralan, Señor de la Luz y los Amaneceres, se amaron ocultándole su pasión al Dios del Recuerdo, hasta que ella logró escapar una vez de su prisión tras la Luna, y ambos hicieron el amor apasionadamente, cuando éste los sorprendió y estalló en ira. Entonces, el Dios del Rercuerdo, convirtiéndose en la más poderosa tormenta, trató de acabar con Lúralan, para vengar la traición.

El Semidios, oculto en el cuerpo de un elfo, al hacerle el amor a la Diosa, tuvo una maravillosa visión, y con ella, forjó la Corona Radiante, con la intención de regalársela. Se trataba de un objeto que brillaba de forma tan intensa que logró ahuyentar a la tormenta en que había tomado forma el Dios del Recuerdo. Pero la Corona Radiante, cómo Moulth, tenía una debilidad también: sólo brillaba cuando la Luna surcaba el cielo, y así, durante una noche de luna nueva, el Dios del Recuerdo, sabiéndolo, encontró a Lúralan, allá donde se ocultaba, y le dio muerte terrible...


Ambos lucharon con valor, pero la tormenta sacudió la tierra que Lúralan pisaba con tal fuerza, que éste fue incapaz de detener su golpe. Y sin el brillo de la Corona Radiante, el Dios del Recuerdo fue capaz de derrotarlo, haciéndole pagar su traición con mucho sufrimiento antes de morir.

Entonces Moulth, que no pudo observar el combate desigual desde el cielo, entristeció hasta tal punto, que la Corona Radiante no volvió a brillar en mucho tiempo. El Dios del Recuerdo, que jamás desistió en amar a la Luna y a la Diosa oculta tras su rostro de plata, decidió asegurarse de que el poderoso objeto quedara oculto en algún lugar del Mundo.

Y así fue como la Corona Radiante, el poderoso objeto que forjara Lúralan, Señor de la Luz y los Amaneceres, para regalársela a Moulth, permaneció en lo más recóndito. En torno a ella creció la leyenda, y muchos fueron los que desde entonces la buscaran. El Dios del Recuerdo le encargó cuidar de su secreto a la Orden Negra, quienes la mantuvieron oculta en un aletargado silencio…

Fue mucho tiempo después, cuando el héroe Belean, de Himn, desconocedor de la historia relatada, la robara y con ella lograra grandes hazañas. Él fue quien derrotara, sirviéndose del poder de la Corona Radiante, a Golöel, el Demonio Resentido imaginado en el Amor de Orfgod, dando fin a la Gran Guerra de la Roca.

Belean la ciñó majestuoso, e inscribió su nombre en las Crónicas del Tiempo. A su muerte, sus herederos la poseyeron, y muchos trataron de apoderarse de ella, sin conseguirlo, hasta que su legado murió, y la Corona Radiante quedó en trono vacío, a la espera de que alguien la ciñera valeroso, sin ánimo de mimar a la Luna, eterna prisión en movimiento de Moulth, Diosa de la Noche y las Estrellas, quien una vez se enamorara de Lúralan…



Memorias Olvidadas
Darka Treake

NOTA: La imagen, aunque apropiada para el relato, 
es una instantánea tomada anoche, de una tormenta eléctrica 
durante la erupción del volcán Eyjafjallajökul, en Islandia.

5 de abril de 2010

Lendaia, la bruja de pelo azul

(. . .)

- Me lo dirás… Oh, créeme que me lo dirás antes de que acabe contigo. ¿Has conocido el dolor niña? ¿Sabes cómo se resiente el cuerpo humano cuando le corre el millar de energías que descarga un rayo? La piel se marchita como papel, y se consume el alma con el fuego de los avernos… Pero tú ya sabes de eso, ¿no? Dime, ¿Has hecho un trato con él? ¿Has caído en tal error? Te veo así de estúpida…

- No sabes de qué hablas.

- ¡Tú no lo sabes, niña! ¿Qué sabrás tú de los avernos, o del hambre de los demonios…?- Ambas permanecieron en silencio unos instantes, una escrutando a la otra, tratando de intuir más allá de la que cada una decía. La tormenta pareció incrementarse, los rayos azulados caían por todos lados. Tremendas explosiones estallaban en la arena o en el Río de los Faraones al tomar contacto con la energía de la tempestad.- Dime, Lyda, Señora de la Magia Mutable. ¿Dónde está el Lunariu? ¿Dónde lo has escondido?

- Jamás lo sabrás.

Entonces la Dama Negra sonrió para sí. Retirándose unos metros hacia atrás, dejando a Lyda ahí tirada.- Si desperté tu curiosidad, ahora sabrás lo que se siente…- Y elevó su báculo al cielo, y la piedra que tenía se iluminó en toda su negrura, y de ella brotó un haz de luz que se proyectó sobre la tormenta. Y así, un gran rayó cayó hacia la pirámide, yendo a parar justo sobre Lyda.

Nunca antes sintió un dolor tan horrible. Sus extremidades se estiraron, y su cabello se erizó, y con aquel tono rojizo pareció arder en llamas. Cuando logró respirar, aturdida, sólo pudo aspirar ese aroma a quemado, a piel y bello abrasados y tela chamuscada. Entonces lanzó un segundo hipo con el que casi se ahoga, y la sola idea de lo que se avecinaba cruzó su mente como un segundo horror que la heló por completo.

- Habla, niña. Dime dónde lo dejaste…

- Nunca…

Pero la Dama Negra no se daría por vencida. Apuntó con su bastón a Lyda, y habló con palabras inaudibles, y de nuevo la piedra negra se iluminó. Entonces Lyda sintió un mareo, seguido de un cansancio mental que nunca había experimentado. Millones de preguntas le acosaron, y algunas hasta hallaron respuesta, y comenzó a gritar de pánico.

La bruja elfa sonrío de nuevo, y su belleza maligna se acentúo en la noche, justo para torcerse en un miedo desconsiderado…- No… Se lo diste a él… ¿Cómo has sido capaz?- Y fue a golpearle con báculo descargando toda su ira, con la intención explícita de acabar con ella. Pero entonces algo se interpuso en el golpe, y Lyda vio sobre sí una nueva figura en la escena. Era una elfa que vestía de blanco, con una capa azul oscuro y el cabello suelto. Éste bailaba con la tempestad, en un tono azulado que emulaba a los rayos que caían por doquier. Lendaia, la bruja de pelo azul que Lyda andaba buscando, ni la miraba sobre su cabeza. Había parado el golpe de la Dama Negra con su espada, un filo muy hermoso de plata que sostenía con una sola mano y gran estilo.

Entonces Lyda, desde el suelo sintió unos nervios incontrolables que duraron el instante previo a la sensación de hipo. Y cuando lo soltó, llevándose la mano a la boca, aquella escena, que parecía congelada bajo la tormenta, terminó. Todo comenzó a temblar, y algunas piedras de la pirámide comenzaron a desmoronarse. Lendaia y la Dama Negra casi pierden el equilibrio, pero ambas se mantuvieron aguantando el golpe de la otra. Y Lyda, su cuerpo joven y esbelto, se fue convirtiendo en un monstruo horrible.

Toda su columna se fue agrandando, y de cada vertebra nacieron diferentes cuernos. Su piel se oscureció, volviéndose verdosa, y toda ella creció y creció, de forma que las dos elfas enfrentadas debieron retirarse. Lyda alcanzó a ver a Lendaia caer a un escalón más bajo, sobre un gran bloque que se desprendió con su aterrizaje, obligándola a saltar a otro. La Dama Negra permaneció en su sitio, retrocediendo, y Lyda siguió creciendo y creciendo en aquella forma horrenda. Sus brazos y piernas se ensancharon con músculos que no existían antes, y su piel se recubrió de escamas. Su cabello se perdió, volándose con la tormenta y desapareciendo en el aire, y su cabeza se convirtió en el busto de un reptil gigante. Y entre tanto horror, Lyda sólo fue consciente de sí misma, de la tormenta y la pirámide, pero había perdido de vista todo lo demás, y justo cuando sentía enfurecerse cada célula del cuerpo y sentir un ansia sin medida, perdió la razón, cayendo en una oscuridad que le nubló todo…

(. . .)



Este es el capítulo décimo octavo del cuento de Lyda de Lis.
¡Sólo quedan cinco para terminarlo!
Para leerlo entero, consúltese el siguiente enlace: