17 de octubre de 2010

El Periodo de la Sombra

Se encontraban en lo alto de una loma, y en el fondo del valle formado por dos montañas que bajaban desde bien alto, se hallaba la ciudadela, sobre un manto de verdes helechos. Decidieron hacer noche allí, y acercarse con la luz del día. No hicieron fuego, pues tampoco tenían nada que llevarse a la boca, y preferían no ser vistos. Y como pudieron, se acurrucaron para darse calor. Allá abajo estaba el Palacio de Ëndolin, y era precioso.

- Teníais que haberlo visto con la Luna de fondo, en noches como ésta, tanto tiempo atrás que ninguno de los que conocía de aquella época vive aun...- Dijo Orfo, el semiorco.

- ¿La Lula?- Preguntó U de repente.

- No, la Luna. Era una hermosa roca que flotaba en el cielo, era enorme, redonda y preciosa. Brillaba a intervalos, sonriendo cuando comenzaba a encenderse o se apagaba. Pero la robaron del cielo.

- ¿mmm?- Volvió a preguntar U.

- Una noche, simplemente no salió. Y así llevamos ya, casi cerca de un Siglo.- Quedó callado un momento.- El Valle de Ëndolin era precioso aquellas noches, en que su luz azulada bañaba de plata los torreones y ese mar de helechos que lo rodea... Sin ella, deberás esperar hasta mañana, pequeña sirada, para observar la belleza del Palacio, pues su luz de plata no lo bañará esta noche.


(...)


- La Corona Radiante no brilla porque no hay Luna.- Teether contestó sin más. Lo creía a pies juntillas, pues lo había leído en las hojas de su árbol, y ellas jamás mentían.

- Eso es una leyenda.- Dijo tajante el hombre.- Jamás existió tal cosa.

- Por supuesto que existió. Yo misma la vi lucir en el cielo nocturno, cruzar las noches, creciendo y muriendo entre las estrellas... Yo era una niña cuando desapareció del cielo. Simplemente, una noche no salió por el horizonte.

- Cuentos de viejas...- Escupió la voz del hombre.

- Ella tiene razón.- Dijo Teether.- La Luna existió, la creó el Dios del Recuerdo durante las Guerras de los Dioses, antes de que nacieran los primeros mortales... Incontables vueltas debió dar alrededor del Mundo, y muchos fueron los que se enamoraron de su belleza... De ella decían que detrás habitaba Moulth, Diosa de la Noche y de los Sueños, castigada a habitar siempre su otra cara. Pero al final fue un poderoso demonio el que se la llevó del cielo, Golöel lo llaman, pues muchos afirman que aun sigue en este Mundo, y la oculta en alguna parte.



Extraído del cuento de La Sirada

5 de octubre de 2010

La Bruja del Mar


La bruja anduvo arrastrando los pies en el camarote de su nave. Sus ropajes harapientos caían hasta los tablones de madera del suelo, y la seguían varios metros ahí donde iba. Aquel camarote era inmenso. Ella vivía a bordo de esa nave, escondida en la escarpada costa norte de la Tierra de Vikinga. Sus siervos la llevaban donde ella deseaba, y ahora debía atender las peticiones de su Rey, Goromer de Grrim. Lo detestaba. Sus cabellos le caían, blancos como la nieve más pura, por la espalda, y se le alborotaban en la cara. Su tez estaba chupada por la edad, un número que ya ni recordaba. Incontables arrugas dibujaban una forma grotesca, con aquella aguileña nariz y orejas puntiagudas. La barbilla también estaba afilada, como si toda ella fuera una arisca forma de vida. Los ojos eran blancos completamente, sin iris ni pupila. Sólo ella sabía porque sus ojos se habían marchitado, y aun a duras penas le dejaban ver de alguna forma espectral. Un colchón raído en el suelo le servía de lecho, e incontables cirios blancos alumbraban la escena. Estaban repartidos por todo el camarote, sobre la mesa, alrededor de la cama, por el suelo, junto a la vidriera que debía ocultar al mar, apaciguado aun en el exterior... En el centro había una mesa llena de folios escritos, e infinidad de tinteros. Además, había un cofre cerrado, y una planta preciosa en un tiesto de madera. Todas las paredes del camarote estaban plagadas de libros, eran una hilera de estanterías con cientos, sino miles, de libros y libros. En el centro de cada una de las estanterías, opuestas en el camarote, había una vitrina. Una contenía un grandioso mapa del mundo conocido, con todas sus costas bien delimitadas, y en la otra había un inmenso rollo de pergamino, frente al cual se había detenido la bruja. Abrió el cristal con una llave que llevaba al cuello y extrajo el tremendo pergamino, con ambas manos y gran esfuerzo, para llevarlo a la mesa. Lo colocó para poder abrirlo, entre el cofre y la planta. Consistía en dos grandes rollos, con bonitas empuñaduras de madera tallada. Tomó cada una de ellas con sus manos arrugadas, casi esqueléticas, y lo abrió para leer en qué parte de su pergamino de hechizos se encontraba. Aquél rollo de papel era inmenso. En él venían escritas las Cartas de Aënor, un compendio de magia que incluía todos los sortilegios de ese Saber de la Magia. La bruja lo había leído por completo, varias veces en su vida, y su conocimiento era tal, que había logrado llevar a cabo muchos de los hechizos que en él había escritos. Por donde el pergamino se abrió había una infinidad de hileras de palabras que iban de un extremo al otro del pergamino. Todo él estaba escrito a lo largo, y cada línea de letras, al llegar al extremo opuesto, volvía a comenzar escrita debajo de ésta.

La bruja acarició las palabras diminutas con la yema de su dedo, y sin querer arañó el papel con su afilada uña. Estaba negra, y retorcida, como las otras nueve. Entonces se maldijo a sí misma en voz baja, y corrió los rollos de pergamino a la vez para leer más adelante. Los sortilegios se sucedían unos tras otros. De cada uno se contaba su historia, cómo se había descubierto, y cómo llevarlo a cabo. Estuvo largo rato buscando, y leyendo a trozos, y cuando comenzaba sentir el balanceo de la nave, dio con el hechizo que buscaba. Se llamaba Leer la Verdad.


(...)
Extraído de La Bruja del Mar, capítulo décimo noveno del cuento de La Sirada.