2 de noviembre de 2013

Prólogo a La Rosa de los Vientos

Prólogo a La Rosa de los Vientos
 
El viejo caminó encorvado sobre el pasto, aproximándose a la enorme jaula. Era noche cerrada, pero veía perfectamente el bosque que crecía a su alrededor, con sabinas desperdigadas por doquier. Algunas eran pequeñas y otras inmensas, pero todas habían crecido al son del viento, y sus ramas se extendían huyendo de la costa, formando esculturas en recuerdo de la época milenaria en que éste soplaba con fuerza. Había matojos y hierbajos, además de innumerables flores de todos los colores. Allá a lo lejos, remontando la montaña, los árboles crecían más fuertes, y un espeso bosque de castaños se extendía hacia la cima. A su espalda se erguía el enorme palacio, luciendo blanco y radiante el mármol que lo levantaba. Era hermoso, con altas pagodas de las que se alzaban esbeltos torreones con peculiares caperuzas. Aún brotaba humo de las chimeneas, y el sonido de las arpas continuaba acompañado de un canto femenino y solemne, cual réquiem improvisado.

Avanzó entre las rocas y sobre el pasto, aplastando con sus pezuñas cuantas florecillas pudo a su paso. Estaba consumido por el rencor, un viejo olvidado, desterrado, que sólo vivía con un propósito. Vestía una túnica negra de cuello alto, que le cubría media cara. Lo que se dejaba ver era una mueca de maldad incontenida. Usaba pintalabios, lápiz y sombra de ojos negros, era calvo y su clara tez estaba apagada, mostrando un rostro demacrado. Por pies tenía unas pezuñas similares a las de un lagarto, y caminaba colocando cuatro enormes dedos verdosos en el suelo, cuyas garras eran afiladas. Sorteó algunas sabinas, pateando un buen puñado de tréboles, hasta llegar ante la inmensa jaula. Ésta estaba ahí en medio, como olvidada, a pesar de contener tanto en su interior. Altos barrotes verticales, en tono dorado, se unían para formar un cubo perfecto, que debía alcanzar unas seis veces su altura. Dentro parecía estar vacía.

Al llegar ante ella, sacó de sus ropajes un objeto. Era una caracola preciosa, hecha por completo de piedra, y estaba manchada de sangre. Entonces, muy despacio, abrió la jaula. En cuanto la puerta se abrió lo más mínimo, una bocanada de aire surgió de su interior, como si hubiera estado allí retenida durante milenios, ansiando soplar de nuevo. Fue tan fuerte, que la puerta se abrió de golpe, derribando al viejo. Éste cayó, y la caracola rodó unos pasos. Y tan rápido como pudo, se arrastró hacia ella. La cogió decidido, y aún desde el suelo se la llevó a los labios y sopló con fuerza para hacerla sonar. El rugido que surgió de aquella caracola de piedra fue descomunal, un sonoro despertar que lo paralizó todo. El sonido debió llegar muy lejos, y en el instante en que cesó, toda la cólera del viento lo hizo también, regresando la calma al bosque de sabinas retorcidas… Entonces el viejo sonrió desde el suelo torciendo sus negros labios.



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