19 de mayo de 2014

El Cíclope Asustado

Como os prometí aquí, vengo a contaros un cuento. Un cuento con un título predeterminado. Últimamente mis musas andan dormidas, o cortejando a otro, o se han ido a pasear y me han dejado a mi aire. Así que hace dos semanas os pedí que me ayudárais con un título. Lo que más me gusta de escribir es crear la historia, siempre me he visto como un mero transmisor de alguien que me cuenta cuentos. Yo soy sólo el enlace, quien os los trae. Unir las piezas del cuento es lo más divertido, sumar ideas y alcanzar una sinergia entre ellas. Tejer el cuento. Y ya que no las encontraba, os pedí una. La que me disteis fue un cíclope asutado, entre muchas otras que me encantaron. Os estoy muy agradecido. Aquí podéis ver las propuestas que me hicisteis.
Pero yo elegí al cíclope asustado. Éste es el resultado:


El Cíclope Asustado


Vivía solo en mi castillo, pues nadie quería vivir conmigo. Y lo sabía. Lloraba por las noches en mis altos torreones, deambulaba por salones, pasillos y mazmorras, esperando encontrar a alguien viviendo allí conmigo, alguien que no se hubiera marchado. Pero ya no quedaba nadie. Todos, al verme, huían despavoridos, pero no sabía por qué. Pensaba que debía ser horrendo, tal vez tener una figura horripilante o un carácter amargo. Tenía que ser eso. Soñaba con contar historias, con narrar peripecias inventadas y hacer reír a los niños, pero nadie había para escucharme. El palacio era formidable, bien acomodado y albergaba alcobas como para muchas familias, sirvientes y bufones, pero nadie quedaba ya. Alrededor, los jardines una vez lucieron hermosos, pero ya no había jardineros para cuidarlos, y las zarzas y malas hierbas crecían por doquier. Me sentía tan solo que decidí irme de aquel lugar. No pensaba regresar, juré que jamás lo haría. Recorrería mundo, conocería otros lugares y buscaría gente que no se espantara al verme, alguien a quien contarle mis cuentos. Dudaba si alguna vez lo encontraría.
Cuando me marché de mi castillo deambulé recorriendo senderos, praderas, valles y montañas. Crucé mesetas áridas, bosques frondosos y desiertos infinitos, hasta que di con el lago donde vivía ella. Era un manantial hermoso, perdido en una llanura plagado de florecillas, rocas y musgos. Apenas había árboles por allí. Junto al manantial había unas ruinas en decadencia, de una civilización ya extinta. Quienes hubieran vivido ahí, si se hubieran quedado, al verme, habrían huido igualmente. Tal vez aquel era el sino de aquellas ruinas, o de cualquier lugar civilizado por donde yo pasara. Simplemente había llegado tarde.

Al aproximarme al lago, de una belleza sin igual, me dispuse a beber agua, pues llevaba varios días sediento. Mis alforjas y cantimploras estaban vacías, y aquel lugar me pareció el mejor para establecerme, pues lo creía vacío, sin un alma a quien espantar. Pero siempre hay alguien habitando los remotos lugares dispuesto a huir al verme. Al menos en ese momento entendí por qué.

Me asomé a las aguas del manantial con la intención de saciarme con sus aguas, cuando la vi. Ella estaba sumergida, observándome. Era una doncella acuática, hermosa como ninguna otra, de cabellos oscuros y tez clara, estaba desnuda y respiraba sin dificultad. Debía ser una náyade o una sirena, de las que había conocido en cuentos y tradiciones olvidadas. Y al verme, como todos los demás, cambió su expresión, horrorizándose. Pude verlo en sus ojos sumergidos, el pánico aflorando, la congoja, y entonces, huyó hacia las profundidades. No la volví a ver. Me apené mucho, pero su recuerdo se esfumó cuando me miré en el agua. Era la primera vez que veía mi reflejo. Aquella superficie transparente me sostenía con aversión, y entonces lo comprendí todo. Mi rostro era feo, desfigurado, y a diferencia de todos los demás sólo tenía un ojo. ¡Un ojo! Estaba situado en la frente, de donde surgía una enorme nariz chata con diminutos y mugrientos orificios. Mis labios eran deformes, en un tono oscuro que contrastaba con mi piel rugosa. Yo mismo me horroricé al verme. Habría echado a correr si pudiera huir de mí mismo, pero no podía. Lloré como nunca había llorado y entendí el miedo que todos sentían al verme. Yo mismo me asusté con mi imagen reflejada. Me alejé de allí, con mucho miedo. ¿Cómo podía ser así? ¿Cómo podría alguien mirarme sin horrorizarse? Me eché a llorar entre las ruinas, acomodado al pie de una columna, y pasé allí mucho tiempo.

Una noche, negándome a regresar a la charca, decidí que las ruinas eran tan buen lugar para vivir como mi castillo desolado. Allí no podría asustar a nadie más. Pero aquella noche, cuando estaba tan seguro de no querer irme de allí, y de que no quería volver a mirarme en el manantial, decidí echarme a dormir en el prado de alrededor. Incontables florecillas brotaban en las cercanías de las ruinas, parecían amapolas, pero estaban teñidas en un tono negro profundo. Al tumbarme para dormir aplasté muchas de ellas, y me pareció escuchar miles de gritos agonizantes, como si la muerte les llegara con mi peso, pero no me importó. Era un ser horrendo que pocas cosas le preocupaban ya. Pero esa noche fue distinta. Cuando trataba de dormirme, algo asombroso sucedió. Alrededor mío, las florecillas se convirtieron en diminutas hadas que revolotearon por todas partes. Aquello no eran flores normales, sino seres que por el día dormían en forma de negra flor, y que por la noche bailaban con el viento, canturreaban y reían entre ellas. Al verme, muchas se asustaron también, pero poco a poco fueron acercándose curiosas. Me preguntaron qué hacía allí, de dónde venía, quién era y, claro, por qué era así. Yo les respondí a todo menos a lo último, pues no conocía la razón de mi desgracia. Ellas se contuvieron, pues decían, por la noche las cosas se veían de otra manera, la oscuridad era el lugar de los monstruos, y me dijeron que si yo era uno de ellos, que ellas debían atenderme, pues sólo vivían de noche, durmiendo por el día. Fue maravilloso encontrarlas.

Hasta los monstruos tenemos cabida en el mundo, de nosotros también se habla en los cuentos, y entonces supe cuál era mi lugar. Debía habitar en la penumbra, respirar la noche y ser protagonista de cuentos para asustar. Así que a ello me dediqué desde entonces. Cada noche me despirto con ellas, y con el transcurrir de la luna, les narro mis cuentos, aquellos que puedo imaginar, en que monstruos como yo sienten, padecen y se asustan. Ellas son las únicas que me escuchan sin huir, pero ya no me importa que los demás puedan temerme.
Y ahora, cuando el crespúsculo está al caer, con los primeros bostezos, acudo a las aguas del manantial en busca de inspiración. 

FIN


(Este cuento está dedicado a tod@s los que me enviásteis títulos para escribirlo. Vosotr@s también formáis parte de este cuento)


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2 comentarios:

josebaena dijo...

Gracias por la dedicatoria.
Me ha parecido un relato muy emotivo y romántico, y lleno de fantasía. En cuanto a la temática, tienes un estilo propio que caracteriza todos tus escritos, y eso es lo que más me gusta de ellos. Volviendo a este relato... me hubiera gustado que fuera algo más largo para que hubieras podido desarrollar alguna que otra aventura.

Chris J. Peake dijo...

Muchas gracias!!
Me alegra mucho que te guste!
Sí, yo soy más de novela, donde desarrollar los hilos, las ideas, los personajes y los lugares, pero en este caso quería escribir un relato corto, así que tenía que quedarse así. Estoy contento con el resultado.
Un abrazo!

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